Llegar al corazón del ébola, internándose en la región de Kailahun junto a la frontera de Sierra Leona con Liberia, supone recorrer un sinfín de caminos rurales que a veces parecen túneles en la densa vegetación. Y que las lluvias convierten en barrizales casi intransitables, donde se quedan varados los escasos vehículos que traen mercancías imprescindibles para la vida de los campesinos. Es una zona de difícil acceso, que fue castigada durante la guerras paralelas financiadas con ‘diamantes de sangre’ en los dos países, y ahora arroja el mayor número de víctimas a las estadísticas del ébola, pese a que muchas -si no la mayoría- de las muertes que causa la enfermedad queden ignoradas.
Escoltamos a un viejo ‘4×4’ de la Cruz Roja local, a bordo del que se desplaza un grupo de voluntarios encargado de dar sepultura a los muertos por ébola. Tras un azaroso viaje, llegamos a la aldea Baiwana, enclavada a un par de kilómetros de la frontera. Su centenar escaso de habitantes aguarda, congregado a una prudente distancia de la casa mortuoria. El escenario es sobrecogedor. Con el terror pintado en los rostros, el vecindario guarda un silencio impresionante mientras observa los preparativos para la retirada del difunto. Por una ventana sin vidrio de la habitación donde se encuentra sale el olor acre y pegajoso de la muerte, que se entiende por las proximidades evidenciando el retraso con que se efectúa la recogida del cuerpo.
«Tres días han pasado desde que avisamos del fallecimiento», comenta en voz baja el ‘Paramount Chieff’, jefe tradicional de la localidad. ‘Tres días durante los cuales la familia ha permanecido bajo el mismo techo que el cadáver. Ya no sabíamos qué hacer. La gente está muy asustada y algunos han buscado refugio en la selva hasta que pase el peligro’.
Embutidos en ropajes aislantes de hule y armados de irrigadores de agua fuertemente clorada, los voluntarios entran en la casa. Desinfectan el cuerpo y lo introducen con cuidado en la preceptiva bolsa de plástico hermética que le servirá de ataúd. Hay un breve momento de patetismo porque los pies quedan fuera.
Entonces, una anciana rompe a gritar entre sollozos. Son las voces ancestrales de dolor ante la muerte, que sólo ella se atrevió a lanzar al viento. Los aldeanos la observan y algunos lloran, pero nadie osa quebrar el silencio colectivo. Los rituales fúnebres tradicionales están prohibidos. Y casi nadie forma el acostumbrado cortejo hasta el cementerio. Los sepultureros se llevan al muerto como el objeto peligroso en que se ha convertido. Y le dan tierra apresuradamente, con respeto pero, sobre todo, con temor. Nadie pronuncia una palabra.
De regreso a la aldea, un joven se dirige a nosotros. «Ayúdennos, por favor», suplica. «Cuando denunciamos la muerte las autoridades nos prohibieron salir del poblado durante veintiún días y nos prometieron alimentos. Pero todavía no han traído nada. Y hay vecinos que ya no tienen que comer». «¿Cómo esperan que respetemos la cuarentena?», se preguntaba el Paramount Chieff. «La gente tendrá que ir en busca de alimentos. Y no han mandado policías ni militares para vigilarnos. Igual que tampoco ha venido ningún médico a vernos».
Vía panorama/www.diariorepublica.com