
El analista del Universal de Caracas Alejandro Sucre subraya una premisa fundamental: Venezuela es demasiado importante —por su vasta energía, estratégica ubicación, diáspora influyente y potencial humano— para ser tratada meramente como un botín geopolítico o una causa perdida.
Sin embargo, Sucre advierte que la relación bilateral con Estados Unidos ha entrado en una fase más peligrosa. Es un ciclo vicioso donde el lenguaje de la fuerza y la propaganda se retroalimentan, minimizando el espacio para la razón estratégica y elevando drásticamente el riesgo de errores irreversibles.
Washington intensifica su ofensiva: se vislumbra la incautación de más petroleros, la ampliación de sanciones a buques y redes logísticas, y una mayor determinación en el ámbito marítimo. La señal es clara: la presión ha dejado de ser únicamente financiera o diplomática para volverse operativa y coercitiva. Paralelamente, altos funcionarios de la Casa Blanca sugieren que esta escalada obedece a una lógica de desgaste, orientada a doblegar al gobierno de Nicolás Maduro.
La respuesta venezolana se ciñe al guion conocido: descalificación, victimismo antiimperialista y épica de resistencia. Mientras este libreto se repite, el país real sufre las consecuencias: una población que carga con el costo de sanciones amplias, una economía que se refugia en la informalidad y un Estado que se administra como una complejidad antes que como un condominio de ciudadanos.
La situación se complica con las investigaciones estadounidenses sobre el presunto uso de recursos estatales venezolanos para financiar a Irán y su aparato militar, evadiendo sanciones mediante mecanismos financieros sofisticados. De confirmarse, esto situaría a Venezuela en un alineamiento con enemigos estratégicos de EE. UU., no por un proyecto ideológico, sino como una estrategia de supervivencia del poder, incluso a costa del bienestar nacional.
A pesar de la confrontación, hay una verdad incómoda: la CEPAL proyecta un crecimiento económico significativo para Venezuela en 2024 y 2025, incluso superior al promedio regional. Este dato demuestra que es posible crecer sin libertad, sin instituciones robustas y sin una reconciliación nacional, impulsado únicamente por el sector privado. Proteger este incipiente crecimiento es clave y no debe sacrificarse en medio de esta batalla de desgaste.
El desafío crucial es evitar que Venezuela se consolide como un teatro de confrontación permanente entre potencias —China, Rusia e Irán, por un lado; Estados Unidos, por el otro—, con los venezolanos convertidos en mero daño colateral.
Salir del «ojo por ojo» no implica ingenuidad ni absolver abusos. Exige, ante todo, responsabilidad estratégica de quienes detentan el poder real. La fuerza, si se utiliza, debe tener un propósito legítimo, proporcionalidad y, fundamentalmente, una salida política verificable. La historia enseña que la política reducida a la humillación o la venganza solo produce más radicalización y resentimiento acumulado.
La pregunta central no es quién debe ceder primero, sino quién tiene la capacidad de diseñar una salida ordenada. Por la realidad de su poder material, Estados Unidos es el único actor capaz de construir una rampa de salida creíble, combinando presión con condiciones claras y reversibles. Miraflores, sin embargo, es quien debe decidir si toma esa vía o arrastra al país a una resistencia sin futuro. La oposición, por su parte, tiene el deber de evitar el lenguaje de exterminio y ofrecer un proyecto de Estado, no de facción.
Romper el ciclo del «ojo por ojo» es la forma más alta de firmeza: aquella que persigue resultados duraderos en lugar de aplausos momentáneos. La paz sin justicia es frágil, pero la justicia sin salida política puede ser devastadora. Este es el examen histórico que enfrentan Washington y Caracas: demostrar si están dispuestos a actuar como Estados o a seguir atrapados como enemigos en su propio reflejo.
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