Por: Vladimir Villegas
Si hay un asunto delicado, que debe manejarse con total y pleno apego a las normas constitucionales, es el de la inmunidad parlamentaria, una institución que a través de la historia ha servido para garantizar que los diputados y senadores, en el caso de los congresos bicamerales, puedan cumplir con sus atribuciones y emitir opiniones libremente sobre los temas que le son inherentes a tal responsabilidad derivada del voto popular.
La inmunidad parlamentaria es una protección que por supuesto pudiera entenderse como un privilegio personal que protege al parlamentario electo por el pueblo, pero esa sería una interpretación absolutamente restrictiva. El fuero tiene como finalidad blindar la representación popular como un todo, para que el Poder Legislativo logre jugar un rol de necesario contrapeso frente al resto de los poderes públicos y pueda ejercer sus funciones de control.
Para ser diputado por un circuito o por un Estado, es decir, por lista, se requiere ganar el favor popular, obtener una votación que sea expresión de la mayoría de los electores en la respectiva circunscripción electoral. Si el poder reside en el soberano, debe cumplirse un mínimo de requisitos constitucionales para despojar de la inmunidad a quien el pueblo en elecciones libres, secretas y directas eligió como su representante.
La Constitución de 1999 trata esta materia en su artículo 187, numeral 20, en los siguientes términos: “La separación de una diputada o un diputado sólo podrá acordarse por el voto de las dos terceras partes de los diputados presentes”. Allí queda claro el llamado espíritu del constituyente, es decir, de quienes en ese año participamos como representantes populares electos a la Asamblea Nacional Constituyente.
No es posible separar de sus funciones a un diputado o una diputada, a menos que así lo decida el voto de las dos terceras partes de la cámara. Y si eso vale para una separación temporal por algún motivo que obligue a ello, con mayor razón ha de seguirse el mismo procedimiento cuando de lo que se trata es de despojar de su inmunidad al parlamentario y dar pie a su enjuiciamiento e incluso su detención.
Hacer una interpretación distinta no sólo lesiona los derechos constitucionales del diputado Richard Mardo e incluso de sus electores sino que sienta un precedente lamentable que mañana puede devolverse contra cualquiera de los integrantes de la bancada mayoritaria en este o en venideros períodos, porque, como se dice en el beisbol, la pelota es redonda y viene en caja cuadrada.
Uno de los deberes principales que tienen los integrantes de la Asamblea Nacional, más allá de su militancia, es velar por el pleno respeto a la voluntad popular, y cuando el soberano votó por sus diputados jamás lo hizo con la idea de que contaran con un fuero susceptible de ser afectado por decisiones marcadas por los intereses de una corriente política.
Por eso es necesario que el allanamiento de la inmunidad de un parlamentario tenga un mínimo de consenso, y eso lo brinda una decisión respaldada al menos por las dos terceras partes de los asistentes a la plenaria. Más allá de lo que ocurre con el diputado Mardo, estos criterios deberían prevalecer en cada situación que obligue a considerar el caso de cualquier diputado cuya presunta actuación al margen de la ley amerite la decisión de discutir el allanamiento de su inmunidad.
Tal y como lo señala el diputado Fernando Soto Rojas, según recogió este diario en su edición dominical, todo está en la Constitución. Y nunca está de más recordar que cada ciudadano, por muy alto rango o poder que tenga,debe actuar apegado a lo que ella establece y no forzar la barra para asumir interpretaciones que distorsionen su contenido, y que mañana sirvan de precedente para afectar a quienes hoy son gobierno y mayoría en el parlamento.