La matanza de la familia Cambar sigue intacta en la memoria. Ocurrió en abril de 2011, pero las escenas de sangre de aquella tarde de saña y horror aún resuenan en la Guajira y los diálogos de los indígenas.
El reconocido periodista zuliano Juan Faría nos presenta una desgarradora crónica que activa nuevamente las emociones y también la reflexión sobre la impunidad que arropa a las mafias al norte del Zulia, en las vías hacia Colombia.
Así lo cuenta:
Aidé tiene un hijo, pero muerto. No para de llorar y aún le tiemblan las manos cuando recuerda cómo un hombre con fusil en mano bajó el cañón a la cabeza del niño y disparó a quemarropa. Tenía nueve años, y murió el sábado de Gloria en una trilla de la Guajira venezolana.
La vía alterna a Colombia desde Cojoro es una zona desolada donde los cactus dictan premoniciones ancestrales y donde la palabra forastero representa la muerte. Por allí transitan indígenas que han levantado a su familia en Paraguaipoa y tienen raíces en las remotas dunas de la Alta Guajira. Allá entierran y desentierran a sus muertos, buscan la paz y encuentran la brisa caliente que viene de Castilletes.
Ese sábado los Cámbar habían dejado atrás a los tatas con los ojos enrojecidos: Un viejo familiar, con unos 15 años de muerto, había sido desenterrado y llorado como la primera vez, antes de ser llevado al jepira. “Allí todos queremos ir, pero a su tiempo”, dice una mujer, que mira a Aidé caminar de un lado a otro, moviendo su manta oscura al son del viento dentro del área de espera de la Policía científica en el municipio Guajira.
Alexander manejaba el camión. Al lado de él Aidé, con su hijo de un año en brazos, le ayudaba a torear las piedras de las trochas sin asfaltar. Al lado de la pareja y junto a la puerta otro joven recibía el viento en la cara, mientras que en la parte de atrás mujeres, niños, adolescentes y ancianos se revolvían entre los cinco chivos que habían recogido en Uribia antes de partir a Venezuela.
Recorrieron apenas dos kilómetros de tierra solitaria cuando cruzaron a la derecha para tomar la carretera asfaltada que une Castilletes con Cojoro. Aidé lo pensó, pero uno de sus primos, que viajaba detrás, comentó cómo los ocupantes de un camión Tritón, que tomaban cerveza en la vieja y única tienda de la vía, los miraban. Habían visto recelo y maldad, pero lo calificaron como una costumbre que deja la sed y el sol en la vista cuando se recorre el desierto.
Varios kilómetros más adelante la niña comenzó a gritar. Antes de que Alexander cruzara el arrollo, todos vieron cuando los ocupantes del camión que habían dejado atrás sacaban armas largas de una camioneta gris y señalaban a la numerosa familia. Alexander, el esposo de Aidé, tenía en sus manos la vida de toda su familia. Escuchó los gritos, los quejidos, los temores femeninos y el silencio asustado de los hombres. Dio una vuelta brusca y regresó camino a Colombia.
Persecución
Son las 2:00 de la tarde, y las primeras detonaciones ya habían arrancado lágrimas inocentes y gritos desgarradores. Alexander, al igual que Carolina, Aidé y todo el resto, habían reconocido a Ricardo Palmar, el viejo atacante de los indígenas que atraviesan esa zona, el que obliga a pagar peaje en medio del desierto, el que no perdona una negativa, el que les había jurado la muerte.
Sus bigotes lacios, tan parecidos al resto, fueron inconfundibles. Desde hace tres años los Cámbar tienen su rostro en la mente, cuando dos de sus hermanos le dieron muerte a Heberto Cámbar, casualmente en esa vía, casualmente a quemarropa.
En enero de 2008 Heberto regresaba de Colombia cuando se dañó su vehículo y fue abordado por dos sujetos cuyas caras había visto pero voces no había escuchado jamás. Los hermanos de Ricardo Palmar solían recibir sus órdenes, pero esa vez titubearon un poco antes de disparar la primera vez contra Heberto. Le dieron en la pierna, pero el hombre, de unos 45 años, desarmó a unos de los sujetos y disparó dos veces. Un certero balazo a cada uno. Luego murió él, con las horas, solo, desangrado.
Los Palmar no perdonarían esa doble muerte nunca. Son ellos los dueños de la Guajira, los que extorsionan, los respetados y los temidos. Un indígena humilde y sin arma larga bajo el brazo no los doblegaría ni golpearía el ego ancestral que habían cosechado ya en Colombia, en la década de los 90, cuando los Estrada se enfrentaron al Ejército de ese país cuando controlaban toda Uribia.
Cuando Alexander dio la vuelta de regreso a Colombia, ese sábado de Gloria, algunos de los ocupantes de la Tritón y la camioneta apretaron el acelerador mientras otros apretaban el gatillo. Había comenzado una persecución sacada de una película setentera anglosajona donde sustituyeron el caballo por el motor y el cañón corto por el fusil automático liviano.
El chofer de los Cámbar cruzó de nuevo a la trilla, ya casi tocando la frontera, cuando uno de los proyectiles se atascó en uno de los cauchos morochos. Se salió de control, los gritos aumentaron, la muerte estaba más cerca, y el chofer chocó contra un árbol. El camión no quiso encender.
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Un instante. El camión botaba humo por la parte delantera y Aidé se había quedado sola. Las dos puertas del vehículo estaban abiertas. Su esposo, Alexander, se veía a lo lejos, toreando los cactus, dejando a su familia atrás y llevando consigo el terror. El otro acompañante hacía lo mismo, aunque más apresurado.
Ella, con miedo pero sin comprender la situación, se aferró a su niño de un año y antes de mirar hacia atrás para saber de su niño de nueve años, escuchó la ráfaga de balas. Quería taparse los oídos, cerrar los ojos y gritar, pero con su bebé en brazos y su familia detrás aterrorizada sólo podía sentir los zumbidos de las balas como un enjambre de abejas que la buscaban y la habían ignorado.
En la parte de atrás los niños gritaban, las mujeres pedían ayuda, los hombres tapaban su rostro con los chivos. Pero los 15 hombres pudieron más. Cinco o seis de ellos, con fusiles y armas rusas, dispararon en línea horizontal de derecha a izquierda.
Los Cámbar comenzaron a caer. A plena luz del día no se notaban las chispas de los cañones, pero las once
personas que recibieron balazos caían unas a otras sobre un mar de sangre y lágrimas que chorreaba desde la parte superior del vehículo hasta el minúsculo monte de la trilla desolada.
Aidé salió de la parte delantera y sólo acompañó los gritos de sus primas. Cuando trató de tocar a su hijo, de sacarlo de entre los cadáveres, recibió el empujón de uno de los matones. Ella cayó al suelo, con el niño en brazos, mientras el criminal subía al camión, ponía el fusil en posición de matar y abrió fuego de nuevo. Al niño de Aidé le contaron más tiros que años de vida.
Carolina y su prima Aidé estaban juntas. Seguían siendo las 2:00 de la tarde y toda una eternidad había pasado en un minuto. Toda una generación había acabado y el llanto de toda una vida acababa de comenzar. Dos de los asesinos se acercaron a ella.
-Dónde están las armas- grito uno de ellos mientras apuntaba a la cabeza de una de las mujeres. Carolina sacó sus costumbres al aire. Preguntó por qué asesinaba a mujeres, ancianos y niños. Habían violado el código que por siglos regían los enfrentamientos familiares entre los indígenas.
Uno de los pistoleros, alijuna, tomó posición de combate, pero los dos asesinos indígenas pidieron a las mujeres que sacaran sus pantaletas. También mostraron los sostenes y se deshicieron por unos minutos de las mantas. “Nos tocaron las tetas y nos dijeron que nos iban a matar”.
Sobreviviente
Aidé no se recuperaba, no podía tocar a su hijo y su bebé de un año no paraba de gritar. Las mujeres estaban destrozadas y su marido había dejado el sitio del enfrentamiento para salvar su vida. Quería ella, ahora, morirse también.
2:10 de la tarde y la sangre seguía buscando un cauce entre el cují. El silencio se había hecho del lugar, y uno de los criminales comenzó a contar los muertos para darle la información al chofer de la camioneta, a Ricardo: un viejo, dos chamos, dos niños, tres tipos.
-Son ocho- gritó, con aires de victoria, pero el líder quería más sangre, y pidió contar los heridos.
-Tres heridos- volvió a gritar, pero el líder pidió que se acercara a la ventanilla. El pistolero tomó órdenes y abrió de nuevo su boca para, después de sembrar el llanto y el infierno, dejar la incertidumbre:
-Nos vamos y dentro de un rato a los heridos los venimos a matar. A estos muertos los vamos a quemar- No querían dejar huella.
Cuando Aidé escuchó esas palabras, soltó un grito desgarrador que movilizó a las lagartijas de todo el paraje. Tenía dolor, miedo y coraje. Ya había escuchado palabras similares en enero, en Paré-Paré, cuando unos 10 hombres llegaron a su poblado a apoderarse de todos los rebaños y animales.
Para entonces se habían identificado como la familia Palmar, aquella a la que los Cámbar siempre le negaron la pleitesía y la adulación. Los sujetos, para entonces, hicieron tiros al aire y obligaron a los dueños de los animales a que se aislaran. Se llevaron las crías, pero no tocaron a nadie.
Los Cámbar, fieles a sus tradiciones, no quisieron nunca buscar un palabrero y plantear la situación como un enfrentamiento entre castas. Aquí no había equivocación, odio o culpa; sólo la delincuencia hacía tales actos y en ese caso era la justicia alijuna la que debía tomar las riendas. Los Palmar fueron denunciados en Colombia, y los Cámbar dejaron por escrito las amenazas que habían recibido. Ya la muerte la tenían detrás de la oreja, pero en Cojoro no hay patrulla que avise, ni militar que prevenga.
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Ya se acercaban las 3:00 de la tarde y Aidé ahora lloraba desesperada al ver a su sobrina de seis años con un tiro en el ojo. Su pequeño rostro se había convertido en un mar de sangre y su madre, herida con un balazo en la pierna trataba de arrullarla en su regazo cuando Carolina subió al camión a contar a sus muertos.
En el momento en que la mujer salía con Desiré, la pequeña baleada en el ojo, un joven de 19 años mostró sus quejidos. Tenía un tiro en la pierna y los ojos cerrados, esperando que los criminales dejaran el lugar. Contó después, en la sala del hospital, que el escalofrío de la muerte regresó cuando uno de los pistoleros le pateó la pierna cuando hacía el conteo. No sabía cuántos familiares habían muerto a su lado, pero respiró hondo cuando el verdugo gritó que eran ocho muertos. Ahora sólo eran siete.
Aidé no se contuvo y comenzó a ayudar a su hermana a salir del camión, donde se veía desde lo lejos una orgía de sangre y pólvora que destilaba a su vez el pelaje opaco de los chivos por entre las tunas. La mujer salió con su hija y una primita, de nueve años, y corrió, cojeando, hasta lo profundo de las espinas de los cujíes. Se escondió entre el cardón y cadillo, entre el sol y la piedra rojiza, para llorar en silencio a la niña muerta, que mostraba una grotesca herida en el pecho y restos de pólvora entre su ropita curtida.
El sol era incesante, pero ellos lograron huir. Carolina y Aidé ayudaron a los heridos, cuatro –una niña, un adolescente y dos mujeres-, a esconderse para no llegar a jepiraantes de tiempo. Las mujeres se armaron de valor y esperaron pacientes que la muerte llegara una vez más.
“Como a los 20 minutos regresaron, pero sólo nos miraron y se fueron. Ellos se reían en nuestra cara”. El sadismo criminal se había apoderado de una carnicería en medio de la nada.
La trilla a Colombia seguía desolada. Las mentes de Carolina y Aidé se juntaron para pensar en salir de allí. No había un testigo, ni un burro cerca. No hay una carreta para recoger a los muertos ni un apoyo para sacar a los heridos. No había ánimo de vida.
Cerca de las 4:00 de la tarde un camión sin pasajeros pasaba lento por la vía. Sólo el chofer se acercó, aterrorizado, a ver la escena dantesca que daba bienvenida al infierno. Aidé ya no pensaba en nada más, así que prefirió darle vida a su hijo de un año así no lo volviera a ver. Extendió los brazos, soltó más lágrimas, dejó salir unos gritos como aullidos animales, y entregó su bebé a un desconocido.
Luego volteó la mirada, vio a sus allegados convertidos en una materia en descomposición y se unió al dolor de las otras dos sobrevivientes. Se quedó con su hijo, llorándolo en sus brazos.
Casi de forma inmediata corrió al árbol más alto que había en la zona. Sacó su teléfono móvil y escribió un mensaje de texto, convertido en lo más preciado para el momento.
-El mensaje no llega-, dijo desilusionada. Levantó el equipo, señaló al cielo y movió de un lado a otro. Volvió a enviar el mensaje. Temía que no llegara. No tenía saldo para hacer una llamada y sólo la salvaba el último bolívar.
-Ya llegó- dijo, llorando de nuevo.
Desiré vive
Carolina cuenta que no recuerda qué conversaron mientras esperaban. A las 2:00 de la tarde fue el tiroteo y ya eran las 6:00. La niña Desiré, con un tiro en el ojo, un orificio cerca de la sien y un potecito de agua entre las manos, no dejaba de hablar, de pedir ayuda, de querer irse a un hospital. Cada articulación era una punzada al corazón de su madre, pero a la vez era la garantía de que estaba viva aún.
A la misma hora, pero en Paraguaipoa, una hermana de Aidé logró avisar a las autoridades. Las mujeres, mientras tanto, pedían agua para que su cuerpo aguantara tanto llanto. Cuando llegó la noche se resignaron a morir.
El comisario José Daal, jefe de la Policía científica en esa zona, llegó poco antes de las 9:00 de la noche. Días después recordó aquellas imágenes que se le grabaron en la mente mientras buscaban a la niña herida con su madre. “No querían salir, porque no sabían quiénes éramos, hasta que salieron”.
Vivos, sólo eso. No estaban de otra forma, decía Carolina a los oficiales. Les habían arrancado media familia de la forma más vil y despiadada y a ellas se negaron a matarlas. Por eso estaban vivas. Cuando regresaron a Paraguaipoa, con la ayuda de las autoridades, ya eran casi las 11:00 de la noche.
La niña Desiré, a quien ya lloraban en silencio, llegó a las 2:00 de la mañana al Hospital Universitario de Maracaibo. Perdió el ojo, ha mostrado fuertes trastornos sicológicos, pero está viva, y se recupera junto con sus tres familiares.
Aidé y Carolina ingresaron al hospital, ya era domingo, y ellas, que vivieron el calvario de ver morir a los suyos, se resignaban a encargarse de reclamar sus cuerpos, los siete cuerpos. “Fueron enterrados así, uno al lado del otro”, contaba, dividiendo el aire con la palma de la mano.
El jueves Aidé todavía lloraba. Se le borró la risa. Esa misma noche recuperó a su hijo porque el camionero lo dejó con un conocido en Paraguaipoa. Carolina no deja de mirar fijo, de pedir justicia. Sus ojos transmiten la lejanía de Cojoro, y en su interior, quizá, el odio de ver morir a toda una casta wayuu.
Por Juan José Faría/Voces de la Muerte