Cincuenta y cinco años tuvieron que transcurrir para que los residentes de las zonas cincunvecinas a la Cárcel Nacional de Maracaibo volvieran a dormir con tranquilidad.
Después de haberse efectuado el desalojo total del centro penitenciario el pasado viernes, los vecinos del centro de reclusión tuvieron un respiro. El ruido estruendoso de las balas que aterrorizaban a los residentes de la parroquia Manuel Dagnino, cuando se formaba una reyerta o una de las populares “parrandas” dentro de Sabaneta, ya no lo volverán a escuchar.
El sueño de los residentes será más tranquilo y no volverá a ser interrumpido por el temor de resultar herido por una de las balas frías provenientes de la cárcel.
Sonia de Hernández, de 71 años, es una ama de casa que reside en la avenida 101 con calle 47, del barrio Libertad. Desde los 14 años, cuando fue inaugurada la cárcel, el septiembre de 1958, está viviendo en medio de lo que ella denominaba “un campo de guerra”, su casa queda a pocas cuadras de la cárcel.
Por primera vez en muchos años, la noche del viernes, Hernández volvió a abrir las ventanas de su casa y sintió la brisa marabina de las noches, se sentó en la enrramada junto con sus siete hijos y diecisiete nietos y compartió de una grata velada familiar. Jugaron dominó, los niños andaban en bicicleta y patines, mientras preparaban la cena en la parrillera.
La reyerta que se formó en la Cárcel de Sabaneta el pasado lunes, en la que murieron 16 personas, mantuvo a Hernández en una tensa incertidumbre y zozobra. Durante cinco días, la familia no pudo dormir, su descanso era interrumpido cuando comenzaban las detonaciones en la cárcel.
La mujer era sorprendida por los constantes tiroteos. Relata que ya tenía como costumbre saltar de la cama, con un fuerte dolor en el pecho, y correr a buscar a los niños en sus cuartos y juntos esconderse detrás de una de las paredes que no tiene ventanas. “Ellos lloraban porque no sabía que pasaba, yo los abrazaba y trataba de protegerlos. Cada vez que ocurría una balacera tomaba el rosario y comenzaba a pedirle a la Virgen de Chiquinquirá que nos cuidara”, relató Hernández.
“Para calmar a mis nietos yo les decía que jugaramos al escondido y se metían debajo de las camas. Allí pasabamos largos minutos. Dormíamos con un ojo abierto y otro cerrado”, contó.
Para Maritza Terán, residente del barrio San Pedro, escabullirse dentro de los cuartos no era la mejor opción. Su techo es de platabanda y cuando se formaban los tiroteos, las balas sobrepasaban los tres metros de altura del centro penitenciario y perforaban las láminas de zinc. Los proyectiles percutidos eran barridos de los patios como hojas que caían de los árboles.
Terán cuenta que no era extraño recoger los proyectiles hasta de los lavamanos de los baños, “Más de diez veces he tenido que cambiar el techo. Cuando se forman los tiroteos queda como un colador”, expresó.
Esa angustia no la volverán a sentir estas dos familias y los miles de residentes que viven en los sectores S an Pedro, Libertad, José Gregorio Hernández, Lago Azul y Sabaneta, que colindan con el centro de reclusión.
“Me vino el alma al cuerpo cuando la ministra anunció el desalojo de la cárcel. Estaba pegada al televisor, en ese momento abracé a mis familiares y sonreí. Siempre anhelé estar en paz en el sector donde me críe y envejecí. Desde hace cincuenta año quiero dormir tranquila”, dijo Sonia de Hernández.
“Cuando la cárcel se construyó, sus alrededores estaban desolados. Los familiares de los reclusos comenzaron a invadir los terrenos y construir sus casitas para estar cerca de sus familiares. Así poco a poco se fueron poblando los sectores”, recordó la señora, quien afirma ser la persona que tiene más años viviendo cerca del centro penitenciario desde que se creó.
Hernández fue testigo de innumerables reyertas, balaceras, numerosas “parrandas” que formaban los reclusos cuando celebraban el día de Nuestra Señora de las Mercedes (patrona de los presos) y hasta ver cómo una de sus amigas de la infancia perdió la vida por una bala perdida. Recordó que la peor tragedia que presenció fue la que se produjo en 1994, cuando más de cien reclusos murieron a raíz de un incendio que se produjo dentro de la penitenciaría.
“Los 31 de diciembre era el día que más se escuchan disparos en el año, comenzaban a las 12:00 de la noche y terminaban el 2 de enero”. Ahora el sector solo sonará en las fiestas de Año Nuevo el sonar de los fuegos artificiales.
En la primera noche de la cárcel sin los 3424 reclusos, los vecinos no fueron los únicos que se regocijaron y sintieron paz.
Para los comerciantes que tenían sus negocios, desde una pequeña venta de empanadas, hasta una panadería, pasando por un puesto de alquiler de teléfonos celulares, llegó el fin de la extorsión a la que estaban sometidos por los reos que comandaban desde el interior de la cárcel.
Las calles ahora tienen un color distinto, por las noches se puede observar rostros alegres, que hasta hace dos días eran de angustia. Madres paseando a sus bebes en coche, niños jugando y mujeres conversando en el frente de sus casas hasta la madrugada.
Tomado de Panorama
por fin una buena noticia de venezuela…