
Una sombra de incertidumbre y miedo se extiende entre la vasta comunidad de migrantes venezolanos en Chile, especialmente aquellos en situación irregular, ante la posibilidad de un giro político radical. Para personas como Suhey García, quien reside en el asentamiento «Nuevo Amanecer» cerca de un antiguo vertedero en Santiago, el temor a ser expulsada es palpable. «Tengo mi vida hecha acá», afirma categóricamente la venezolana de 30 años, cuya familia —incluidos sus hijos de 13, 12 y 8 años— ingresó caminando desde Bolivia por un paso no autorizado en 2020.
Actualmente, a pesar de las recientes restricciones para regularizar su estatus, miles de indocumentados llevan una vida que califican de «relativamente normal». Tienen acceso a servicios de salud básicos y pueden matricular a sus hijos en el sistema educativo público, ofreciéndoles una anhelada «oportunidad» lejos de la crisis venezolana. Logran emplearse, aunque de manera informal, como repartidores, guardias, o jornaleros en el campo y el comercio.
La amenaza de la ultraderecha y el eje inmigración-inseguridad.
Estos beneficios, que han permitido a Suhey y a otros construir una nueva vida, se verían abruptamente interrumpidos si el candidato ultraderechista José Antonio Kast, quien lidera las encuestas en la antesala electoral, llegara al poder. Kast ha centrado gran parte de su campaña en una política de mano dura contra la migración irregular, proponiendo medidas drásticas: detener, expulsar a los sin papeles e impedir su ingreso con un muro y el despliegue de militares en la frontera por donde entró la familia García.
La asociación entre inmigración e inseguridad, un eje central de la campaña de Kast, siembra una profunda preocupación. «Me parece injusto porque todos somos seres humanos. Y por lo menos yo no vine a delinquir. ¿Por qué nos meten a todos en un mismo saco?», se pregunta García, reflejando el sentir de una comunidad que huye de la crisis, no de la justicia.
Llamados a la oportunidad y el temor de un «desalojo»
La colombiana Nancy Guevara, quien se quedó en Chile ilegalmente tras un visado de turista en 2024 y ahora vive en Nuevo Amanecer, hace un llamado directo al candidato presidencial: «Tiene que darle como [una] oportunidad a la gente. Darle papeles para que no ande así ilegal». Ella y su pareja, un haitiano con ocho años de indocumentado en el país, han logrado subsistir gracias al trabajo informal.
El miedo trasciende el estatus migratorio. Incluso Wilmer Carvajal, un peruano de 40 años con 13 años de residencia legal, teme que las promesas de la ultraderecha de «echar a los inmigrantes y [desalojar] las tomas (ocupaciones)» se materialicen. «Pero no tenemos otro lado donde ir», se lamenta Carvajal, temiendo que si esto ocurre, miles de familias sean arrojadas a la calle, «con niños y todo», revirtiendo los frágiles avances logrados en el país austral.
La comunidad migrante irregular, estimada en unos 330.000 extranjeros (la mayoría venezolanos), se encuentra en una encrucijada vital, enfrentando la posibilidad de perderlo todo en las urnas.
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