
Por Mario Villegas
El señorito Andrés Izarra tiene la desvergüenza de acusar a Henrique Capriles Radonski de haberse puesto una gorra con los colores y las estrellas de la bandera nacional. Y esto, según el ministro de Comunicación e Información, viola la norma electoral. Mayor desfachatez, imposible.
Cualquiera se indigna al sentirse tomado por pendejo. Y eso precisamente es lo que pretende hacer Izarra con los venezolanos, todos los cuales hemos sido testigos del consuetudinario y abusivo uso de los colores y símbolos patrios por parte de la secta roja rojita que se recostó del presupuesto público y no se quiere despegar. Intactos están en la memoria la liturgia y el charloteo patriotero que busca darle rostro amable al autoritarismo, al militarismo, a la ineptitud, a las corruptelas y a la exclusión.
La pastosa retórica bolivariana y las chaqueticas tricolor que de cuando en cuando se pone Izarra no borran para nada el recuerdo de sus no tan lejanos antecedentes pitiyanquis. Tampoco sus verificables transgresiones a la normativa electoral, pero también a la Constitución de la República, a la legislación laboral, a los derechos humanos y a la moral ciudadana. Pero él es sólo una pieza de utilería en ese poderoso aparataje político, burocrático, económico y mediático que no tiene escrúpulos a la hora de pisotear cualquier norma electoral.
Tanta superioridad de la que presumen y tanta prepotencia con la que se conducen, no les reportan suficiente confianza y elemental seguridad en sí mismos como para competir en igualdad de condiciones con un rival que ellos mismos consideran la nada.
El ventajismo y las arbitrariedades oficialistas en el arranque de la campaña han sido más que elocuentes: uso abusivo del sistema nacional de medios públicos, peculado de uso en el empleo masivo de recursos y bienes del estado para fines proselitistas, chantaje al funcionariado público para que concurra forzosamente a marchas partidistas, alocuciones partidistas en ceremonias y recintos militares, participación de oficiales y tropas en actividades de corte político electoral, injerencia de individualidades y entidades políticas extranjeras en la campaña electoral…
Esto y mucho más constituyen un comportamiento sedicioso frente a las normas, siempre a la vista de un árbitro electoral cuya imparcialidad ni sus mismos rectores se creen y que es ciego, sordo y mudo ante las transgresiones rojas rojitas.
Al marcado ventajismo, se suma otra ayudita que el “poder” electoral le da al gobierno: se niega a regular las cadenas presidenciales de radio y televisión en el marco de la campaña. Aquí cabe una expresión de Juan Jacobo Rousseau citada alguna vez por el propio presidente Chávez: “Entre el débil y el fuerte, la libertad oprime”.
O sea, el CNE le da más poder al poderoso.