Por Francisco Javier Pérez
Presidente de la Academia Venezolana de la Lengua
Universidad Católica Andrés Bello
Quizá no haya nada tan capital en la comprensión del hombre como su condición lingüística. Y ello es así porque su lengua lo define como individualidad dentro de la especie y porque gracias a ella puede acerarse a comprender el universo en el que vive. La lengua le permite comunicar, pensar y evaluar la realidad. Las tres situaciones le serán provechosas o pobres de acuerdo a como se relacione con su lengua. Un don que puede usar por instinto y sin saber explotar sus cualidades o sabiéndolo herramienta poderosa de apropiación del mundo. El uso de la lengua exige, no sólo un desempeño mecánico y rutinario de capacidades fisiológicas, sino un manejo efectivo e inteligente de ellas. Convencimiento de que hablar es ejercicio de cuerpo y alma que hace hombres a los hombres, muy por encima de cualquiera otra de sus potencias y virtudes.
Y si todo ello es así de determinante, más aún lo serán las disciplinas que se ocupan de entender la lengua científicamente y de divulgarla en sus peculiaridades y delicias. La lingüística y sus filias serán llamadas a explicar y preservar lo que la lengua significa como organismo rector de la condición humana. Ciencia amorosa, la lingüística ha permitido muchas y variadas formas de estudiar la lengua, proponiendo respeto en todos los casos hacia el noble y loable objeto de estudio. Ciencia rigurosa, la lingüística ha establecido que la única forma de respetar el objeto sagrado que la anima como ciencia radica en la efectividad de sus métodos, en la solidez de sus acercamientos y en la robustez de sus modelos. Ciencia responsable, la lingüística se ha querido preservar elitesca como una forma de ganar en seriedad y exclusividad hacia el motivo religioso de sus intereses. Ciencia exigente, la lingüística ha querido siempre crecer en cuanto a su profesionalización para evitar los males de la afición de muchos de sus cultores que, por pasatiempo y amateurismo, han creído que les bastaba ser hablantes para poder reflexionar sobre la lengua.
Pensadores y creadores de la palabra han entendido la pertinencia e importancia del estudio de la lengua y el modo responsable en que debe llevarse a cabo. Ha sido tradicionalmente así, pues ante todo y más allá de doctrinas y escuelas, se ha pretendido conservar en crecimiento y cuidar en evolución los altísimos valores que la lengua comporta y su capacidad de representación de lo humano palpitante; la mejor búsqueda de la verdad jamás ensayada. Creadores y pensadores han coincidido en las altas cuotas de responsabilidad que son necesarias para dar cumplimiento satisfactorio a la misión. La calificación que la historia de la lingüística ha dado a todos los cultores que han sido serios profesionales, productivos y disciplinados, no deja dudas sobre lo que significó y significa como saldo en la cultura de investigación de esta disciplina, cuyo difícil oficio es la comprensión de un objeto escurridizo y de utópica descripción. Obras de afición y no de ciencia, dañan la verdad de la lengua y desvirtúan su esencia.
Preocupa el facilismo y la falta de rigor en producciones recientes de lingüística editadas en el país y su incomprensión sobre la enorme responsabilidad que implica estudiar la lengua. Ya en 1916 Saussure recordaba que producir diez líneas perdurables en materia de lenguaje era una virtud y una rareza. Sin entender el alcance de esta idea, algunos autores se dan a la tarea de ver el dominio de la lengua como pasatiempo o de fingir un conocimiento de ella que profesionalmente no tienen.
El trayecto lexicográfico de esta desviación resulta el más llamativo. Facilismo, piratería y falsificación se han instalado como pautas de un hacer diccionarios sin la debida formación de sus autores. Ganados por la buena voluntad, pero alejados de la rigurosidad científica, interpretan que crear un diccionario es asunto sencillo (un mal juntar palabras para mal explicarlas), la puesta en práctica de una mecánica de elaboración desprovista de la sapiencia hacia la lengua y muy distante de su conocimiento competente. Cobijados en el principio de imperfección del diccionario, se creen llamados a elaborarlos y a evadir con ello el trabajo serio y su crítica. Sin comprender que la tarea del lexicógrafo descansa en ese saber de la lengua que a muy pocos ha sido ofrecido (un innato tino sobre lo que debe escucharse, recogerse y explicarse y cómo cumplir estas tres funciones), desconocen que el trabajo del diccionario no se sostiene sin que antes se haya investigado el qué, el cómo y el porqué de la lengua.
Deshonestos e irresponsables resultarán aquellos empeños por estudiar la lengua que no estén amparados en el rigor de la investigación lingüística (cuyos meollos también desconoce el neófito) y que no respondan a la verdad de la disciplina: una búsqueda por hacer que el diccionario sea reflejo de una comunidad hablante y su mejor carta de presentación cultural.
Alarma ver cómo en los tiempos recientes se han publicado algunos trabajos de lexicografía que resultan obras medianas e incorrectas (por no entrar a considerar lo que tienen de falsarias y embusteras), que pretenden hacerse acreedoras del sagrado saber de la lengua sin respetar los saldos anteriores de la disciplina (que se le deben a muchos míticos lexicógrafos desde el siglo XIX: Baralt, Calcaño, Medrano, Seijas, Guerrero, Picón-Febres, Alvarado, Salas, Luzardo, Ocampo, Silva Uzcátegui, Martínez Centeno, Tamayo, Grases, Chiossone y Rosenblat, entre otros), sin hacer verdadera investigación lingüística, previa a la redacción del diccionario y sin las cuotas de responsabilidad y compromiso que todo ello señala.
Entristece ver cómo obras así concebidas son editadas y promovidas por la buena fe de instituciones y medios de comunicación que confían ciegos en el cometido que cada uno de estos diccionarios dice cumplir, sin evaluar siquiera y con un mínimo de atención la obra que promocionan y encomian.
El estudio de la lengua exige una responsabilidad que tienen que mantener los autores, los editores, los divulgadores y los críticos. La profesionalización de la lexicografía requiere duras cuotas de estudio, trabajo serio y enorme respeto hacia los diccionarios. Dignas criaturas, cuya nobleza no puede usarse en su contra.