
Por Elías Pino Iturrieta
El sueño guzmancista de planchar el cuero seco se convierte en realidad durante la tiranía de Juan Vicente Gómez.
Lo que no puede el Ilustre Americano pese al ejercicio de una dominación más vigorosa que todas las anteriores, se vuelve hecho concreto a partir de la primera década del siglo XX, cuando don Juan Vicente cuenta con las herramientas precisas para la tarea.
La fragmentación del pasado deja de existir, el país archipiélago se cambia por una topografía uniforme que antes parecía un sueño imposible, la vida de las regiones se hace dependiente de los impulsos y de las necesidades del poder central, como jamás había sucedido.
De seguidas se describirá cómo logró su «hazaña» el llamado Benemérito, sólo para ilustración de los lectores y en el entendido de que refiere a procedimientos y situaciones que no se repetirán en el país de nuestros días. ¿Cómo logra Gómez el cometido que no logró Guzmán Blanco?
A través de la manipulación de un tipo especial de empleados fieles, en quienes descansaba la estabilidad del régimen desde su instauración.
Acudió a los individuos que probaron su lealtad y su eficacia en los tiempos iniciales, cuando aún se pensaba en la posibilidad de una amenaza del depuesto presidente Cipriano Castro, hombres que mostraron fortaleza sin dobleces cuando el panorama estaba signado por la amenaza del gobierno anterior.
La función de esos empleados fieles no se limitó al manejo específico de la administración, sino al gobierno pleno de una región en representación directa y obligante del Jefe del Estado.
Gómez les entregaba una entidad federal para que escogieran a los oficinistas y a los gendarmes, para que atendieran las obras públicas, para el cuidado de las cárceles y de los habitantes de las cárceles y para el control de la propiedad privada, pero también para relacionarse con las fuerzas vivas de cada comarca con el objeto de evitar que se volvieran levantiscas.
Gómez los movía a su gusto, después de una aconsejable consulta en la que únicamente intervenía su almohada. Los cambiaba cuando le convenía, o los ponía en movimiento hacia otro estado, o los dejaba como mandones sempiternos, aun cuando fuesen extraños a la comunidad que debían gobernar.
Eustoquio Gómez, Vincencio Pérez Soto, Juan Alberto Ramírez, Timoleón Omaña, José María García, Silverio González, León Jurado, entre otros, fueron los nombres de esos virreyes itinerantes.
Aunque eran magistrados de carácter civil, el grado superior de militares sin academia los distinguió como sujetos enfáticos ante cuya presencia la gente observaba la autoridad del dictador.
Como representantes directos e inapelables de un hombre a quien se temía por sobradas razones, de un hombre capaz de ordenar atroces medidas contra los disidentes, fueron temibles amansadores de una sociedad que en el pasado no se había caracterizado por la bravura.
Estos hombres de presa sacaron particular provecho de su trabajo. El poder regional implicaba la posibilidad de tejer una red especial para amasar fortuna a través de la explotación de las riquezas lugareñas.
¿Cómo lo hicieron? Más o menos así: el presidente del estado observaba sobre el terreno las condiciones del mercado, y proponía empresas que compartía con algunos protagonistas del lugar y con figuras del alto gobierno, generalmente el propio Gómez o un miembro del clan gomero.
Las operaciones originaban dividendos descomunales, mientras fortalecían la relación de los procónsules con su patrón y los vínculos con intereses inmediatos gracias a los que se asentaban con confianza las dominaciones regionales. La dependencia de los procónsules dotó a Gómez de un inigualable caudal de información sobre la vida de los venezolanos.
El repertorio de pormenores que los presidentes de estado enviaban a su despacho le permitió enterarse a cabalidad, no sólo de los asuntos ordinarios de la administración y de los temas políticos, sino también de las peripecias de sus gobernados y de los asuntos particulares de cada uno de sus funcionarios.
Como manifestación de lealtad, los férreos burócratas no ahorraban las referencias a su vida personal o familiar, mucho menos sobre los sucesos cotidianos de las comunidades a su cargo, para permitir que se hiciera en Maracay un minucioso inventario de vivencias mediante cuyo seguimiento se afianzó cada vez más la dictadura personal del empleador indiscutible que ahora tenía Venezuela.
Si decimos que no se movían entonces las hojas de los árboles sin conocimiento del tirano, tal vez no estemos exagerando. Para apuntalar la función de los procónsules, Gómez fundó una policía doméstica de base regional, integrada con predominancia de tachirenses y dependiente de su personal autoridad.
Se le conoció con el nombre de «La Sagrada», inflexible en el cumplimiento de cualquier tipo de «trabajos», aun los más sucios y despreciables.
Cuando las «sagradas» recorrían las ciudades y los campos, se sentía el temor que inspiraba la presencia del dictador o el poder de los mandones que lo representaban en los diferentes estados de una república atemorizada y silenciosa. De allí las largas noches sin insomnio que pudo disfrutar don Juan Vicente.
Pero estamos ante historias del pasado, ante vivencias remotas, ante memorias seguramente inútiles de un historiador que tiene la obligación de rellenar el espacio de una columna dominical, ante unas formas de control que, ni en medio de una pesadilla, forman parte de los temores de la actualidad. ¿No es así, desocupados lectores?