La luz es tenue, el cuarto estrecho y el murmullo de Santo Suárez se cuela a través de las paredes. Sobre la cama hay una mujer delgada hasta los huesos, con las manos tremendamente frías y la voz apenas audible. Martha Beatriz Roque se ha declarado en huelga de hambre hace una semana. Yo he llegado hasta ella envuelta en el apresuramiento de la cotidianidad y en la prisa de la información; pero su rostro tiene la calma que da el tiempo, la experiencia. Allí está, tan frágil como una niña pequeña que de tan leve podría cargar y arrullar sobre mis piernas. Me sorprende su claridad, la manera categórica con que me explica por qué se niega a probar alimentos. Cada palabra que logra pronunciar –de tan intensa- no parece salir de aquel cuerpo disminuido por el ayuno.
Pensé que nunca más iba a tener que estar ante el lecho de un huelguista de hambre. El falso optimismo de que todo tiempo futuro tiene que ser mejor, me había hecho creer que Guillermo Fariñas con su costillar afuera y su boca reseca, sería el último disidente que apelaría a la inanición como arma de demanda ciudadana. Pero dos años después de aquellos 134 días sin probar bocado, vuelvo a ver las cuencas hundidas y el color cetrino del que se niega a comer. Esta vez suman ya 28 personas a lo largo de todo el país y el motivo vuelve a ser la indefensión del individuo ante una legalidad demasiado marcada por la ideología. Debido a la ausencia de otros caminos para requerirle al gobierno, los intestinos vacíos se erigen como un método de exigencia y rebeldía. Triste, que sólo nos hayan dejado la piel, los huesos y las paredes del estómago para hacerse escuchar.
Antes de salir de casa de Martha Beatriz le aconsejé “tienes que sobrevivir, a este tipo de regímenes hay que sobrevivirlos”. Y me fui hacia la calle, envuelta en esa culpa y en esa responsabilidad que debería sentir cada cubano ante un hecho tan triste. “Sobrevivir, sobrevivir” seguí pensando, cuando conversé con la familia de Jorge Vázquez Chaviano que debió ser liberado el 9 de septiembre y cuya inmediata excarcelación exigen los ayunantes. “Sobrevivir, sobrevivir”, todavía me repetía al recibir los reportes del deterioro físico de los otros huelguistas. “Sobrevivir, sobrevivir”, me dije al ver en el televisor los rostros de quienes en este país han convertido la discrepancia en un delito y la protesta cívica en una traición. “Sobrevivir, sobrevivir, sobrevivirlos”, me prometí. Pero quizás ya sea demasiado tarde para lograrlo.