Cuando Donna Rhorer observó cómo el cuerpo inerte de su hermano era trasladado al quirófano, no se imaginaba que estaba a punto de presenciar un milagro o una tragedia. Anthony Thomas “TJ” Hoover II, de 36 años, yacía en una cama de hospital tras sufrir un paro cardíaco por sobredosis. Los médicos habían declarado su “muerte cerebral” y su familia, resignada, decidió respetar sus deseos de donar órganos. Pero entonces, algo ocurrió: en medio de su “camino de honor” hacia la sala de extracción, TJ abrió los ojos y siguió con la mirada a su hermana. Lo que parecía un gesto final, un reflejo automático, era en realidad un indicio de que aún estaba vivo.
Durante meses, Donna había tenido el presentimiento de que algo no cuadraba en la situación de su hermano. La frialdad con la que el personal médico manejó su estado, las explicaciones escuetas y las decisiones apresuradas levantaron una nube de dudas que ella no podía disipar. Fue en enero de 2024, cuando recibió un mensaje de Nyckoletta Martin, una excolaboradora de la organización Kentucky Organ Donor Affiliates (KODA), que todo comenzó a encajar. Martin le reveló que TJ había mostrado signos de vida durante los procedimientos previos a la cirugía, señales que nadie había comunicado a la familia, y que habían sido ignoradas por el equipo médico en su afán de seguir con la donación.
Este incidente no solo dejó a una familia conmocionada, sino que expuso una grieta profunda en el sistema de donación de órganos de Estados Unidos. En un país donde más de 103,000 personas esperan un trasplante para sobrevivir, la presión por conseguir órganos es intensa, y el caso de TJ Hoover ha arrojado una dura luz sobre el límite ético en el que operan las organizaciones de procuración de órganos. Ahora, el Congreso y otras entidades investigan las prácticas de las OPOs (Organ Procurement Organizations), cuestionando si, en la búsqueda de salvar vidas, se ha dejado atrás el respeto fundamental por la dignidad del donante.
En la madrugada del 25 de octubre de 2021, TJ Hoover, un hombre de treinta y seis años, yacía inconsciente en la sala de emergencias del Baptist Health Richmond en Kentucky. La vida parecía escapársele desde la noche anterior, cuando fue hallado en el suelo, sin pulso, sin aire en los pulmones. Era el cumpleaños de su madre fallecida y, quizá, eso lo llevó a ahogar su ansiedad y recuerdos en una dosis letal de drogas. Donna Rhorer, su hermana, llegó al hospital horas después. La escena era devastadora. Médicos y enfermeras corrían alrededor de TJ, aún en paro cardíaco, aún inmóvil. “Código azul”, escuchó Donna, y comprendió que su hermano estaba al borde de la muerte.
Donna apretaba los labios. Sabía que TJ había lidiado con su propio infierno: perder a sus hermanos, abandonar la escuela, enfrentarse al espectro de la adicción que él mismo detestaba. Pero esta vez, algo en ella le gritaba que había algo mal en cómo se desenvolvían las cosas en esa fría sala de emergencia. TJ había resistido antes; él había luchado antes.
Para el día siguiente, el 26 de octubre, los médicos emitieron un veredicto aterrador: no había actividad cerebral, sus reflejos se habían desvanecido. “No hay ondas cerebrales”, le explicaron a la familia, mientras Donna absorbía cada palabra con una mezcla de incredulidad y resignación. La sombra de la muerte parecía ineludible. Los médicos recomendaron que lo desconectaran del soporte vital, y su hermana, aferrada a la mínima posibilidad de consuelo, pidió que se honrara su última voluntad de ser donante de órganos. “Si puede salvar a alguien, lo haremos”, murmuró.
Al día siguiente, los preparativos se enfocaron en un procedimiento minucioso: confirmar la viabilidad de cada órgano, someterlo a pruebas de laboratorio, realizar un cateterismo cardíaco para verificar el estado de su corazón.
—Necesitamos ver qué órganos están listos para salvar vidas —indicó el doctor, con el tono neutral de quien está acostumbrado a estos momentos. Donna sintió la calidez de su propia humanidad escaparse en medio de esos términos médicos tan precisos.
Para el 29 de octubre, la familia estaba lista para el “Honor Walk”, el momento en que el donante es llevado a la sala de operaciones y los trabajadores del hospital le rinden homenaje en el pasillo, alineados, algunos con pañuelos en las manos. Donna capturó la escena en video, con el rostro de TJ borroso en el fondo, sus ojos inexplicablemente abiertos. —Es solo un reflejo —dijo alguien a su lado—, nada más que un reflejo.
“Algo no estaba bien”, repetía Donna Rhorer cada vez que recordaba esa última semana de octubre de 2021. Su hermano TJ, oficialmente “cerebralmente muerto”, había sido preparado para una operación que ella, en su interior, ya sentía equivocada. Pero, ¿quién era ella para desafiar a los médicos, a los cirujanos, al protocolo hospitalario?
—¿Quién soy yo para cuestionar el sistema médico? —solía preguntarse en voz alta, recorriendo con la mirada los informes de aquel hospital, sus palabras frías y definitivas, su “muerte” puesta en papel contó a WKYT.
Todo había comenzado con un presentimiento. Donna sentía que su hermano aún estaba ahí, aunque le decían que no. Y cuando durante el Honor Walk lo vio abrir los ojos y seguir sus movimientos en el pasillo, algo en ella se revolvió.
—Son reflejos, solo reflejos —le dijeron los enfermeros al ver su reacción.
Pero la inquietud crecía. Donna sabía que los “reflejos” de TJ no podían ser tan humanos, tan dirigidos, y sus dudas se confirmaron cuando, durante la operación, un doctor salió a hablar con ellos.
—Él está despierto —dijo, rompiendo la tensión de la sala de espera con palabras que caerían como un golpe en el pecho de la familia.
Donna no entendía: nadie les había informado que TJ había despertado antes, durante el mismo cateterismo que le practicaron para confirmar el estado de sus órganos. Nadie les había dicho que había reaccionado al dolor y que los médicos habían tenido que sedarlo de nuevo para completar el procedimiento. Donna, al recordar este detalle, no pudo evitar sentir que algo fundamental les había sido ocultado.
Meses después, en enero de 2024, recibiría un mensaje de Nyckoletta Martin, excolaboradora de Kentucky Organ Donor Affiliates (KODA). Martin, una voz crucial que hasta entonces había permanecido en silencio, fue quien le reveló a Donna la cadena de errores, negligencias y, posiblemente, encubrimientos. Le explicó cómo, aquel día del cateterismo, TJ había reaccionado al dolor con “movimientos deliberados”. Su corazón aún bombeaba con propósito, y su mente aún resistía.
—TJ intentó decir “estoy aquí” muchas veces, Donna, pero nadie lo escuchó —le confesó Martin, en una llamada que, sin saberlo, se convertiría en el inicio de una cruzada por justicia.
Desde aquel mensaje, Donna no dejó de buscar respuestas, de reconstruir lo que había sucedido en esas horas previas a la operación. Un día, en la sala de su casa, entre papeles y fotos, le dijo a su familia:
—Es como David contra Goliat. Soy yo contra todo el sistema.
Aquellos días en el hospital ya no eran simples recuerdos; se habían transformado en su misión de vida. Sabía que detrás de cada procedimiento, cada documento y cada palabra había una decisión tomada que casi le cuesta la vida a TJ.
Donna decidió entonces alzar la voz, no solo por su hermano, sino por otros como él..
“Cuando TJ abrió los ojos por segunda vez, supe que no había sido un reflejo,” explicó Natasha Miller. Su tarea como perfusionista, la persona encargada de preservar los órganos una vez retirados, había sido rutinaria hasta aquel momento. Pero nada la preparó para ver las lágrimas rodar por el rostro de TJ mientras los preparativos seguían. “Esas lágrimas no eran solo una reacción,” murmuró Miller, “era él, consciente, pidiendo que lo escucharan.”
Lo que siguió fue un caos de decisiones conflictivas y llamadas telefónicas en un ambiente de tensión máxima. Nyckoletta Martin, entonces encargada de logística en KODA, no estaba en el quirófano, pero recibió constantes actualizaciones de sus colegas, muchos de los cuales expresaban dudas y frustración.
—”Nadie se sentía cómodo haciendo esa extracción,” —contaría Martin después—, “y, aun así, la presión por continuar era aplastante.”
Cuando se dio la orden final de suspender el procedimiento, Martin respiró aliviada. Pero, más tarde, cuando decidió informar a la familia de TJ sobre lo ocurrido, el costo personal de aquella decisión la alcanzaría: fue despedida y, como ella misma narraría luego, muchos otros en la organización enfrentarían represalias similares. La línea entre el deber médico y la presión institucional se había vuelto borrosa, dejando atrás un rastro de trabajadores y familiares devastados.
Al preguntarle cómo se sentía después de esa experiencia, Natasha Miller no vaciló en describirla como la peor de sus pesadillas:
—”Lo último que quieres es saber que alguien a quien declaraste muerto estaba vivo. Es un desastre, y lo más triste es que no es el primero ni el último caso,” comentó con una mezcla de ira y tristeza.
Network for Hope, mientras tanto, mantuvo su postura oficial: “Nos atenemos a las regulaciones”, aseguraron. Pero en el fondo, muchos de sus empleados comenzaron a cuestionarse hasta dónde estaban dispuestos a llegar para cumplir con la demanda de órganos en un país donde 103,000 personas aguardaban un trasplante. La línea entre salvar vidas y preservar la dignidad del donante se había vuelto, al menos para muchos, peligrosamente fina